Siempre guardo una botellita de esas de muestra, que son chiquititas como para una muñeca, cargada hasta la mitad de algún color de rencor. Sí, siempre; una por vos, una por él, una por ella... Todas sobre un estante en penumbra casi completamente, excepto por un haz de luz que ilumina haciendo foco en el protagonista como en una obra de teatro; todas en una biblioteca de madera oscura que está en un cuarto frío al que sólo entra mi gato y, a veces, derrama algunas. Entonces, todas y algunas derramadas, algunas mal cerradas, algunas con polvo y telarañas, algunas más llenas que otras, algunas con una sola gota... Pero ninguna vacía. Y hay algunas recién etiquetadas, probablemente brillando un nuevo color que deja un nuevo sabor que se escabulle en los rincones de la memoria y se convierte en un viejo dolor que dura cuatro minutos y dura noventaiciete; que deja esa amargura que se saborea una vez en la vida pero cambia el sentido del gusto, quema el paladar y tiñe los labios con un tinte indisimulable, con el que se va marcando a quienes se besa. Y quienes se besa calman la sed producida por el veneno, tanto que se confunden los colores con ese haz de luz que parece ser el guía al elixir eterno que es el agua pura y transparente; pero el elixir se encuentra mezclando todas las botellitas de rencor entre sí y con cada una de las fuentes, porque los colores no son nada sin una luz que haga de lente para quien los mire y vaya a saborearlos o no. Y el elixir puede disfrutarse una vez que somos capaces de conocer y saber unir todos los colores, poder ver a través de ellos y probar su esencia sin temor a la amargura que después se olvida en el estante y se hace protagonista de la obra cuando menos se la espera. Como ahora, que tengo tu botellita en mi mano y acabo de abrirla y olerla; y casi la saboreo, pero no quiero que sientas el veneno suicida en mis labios cuando me beses.
jueves, 30 de octubre de 2008
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