martes, 19 de agosto de 2008

Phoenix ·

Pájaros aturdidos pasan volando por debajo de mis brazos extendidos, mis ojos se asustan con el vacío que yace ante mis pies y se cierran en profunda calma; entonces, dejo de escuchar el sonido de los aleteos y sólo siento mis propias pulsaciones, que retumban en mi cuerpo intentando liberarse.
Suspiro.
Decido olvidar todo y ahora abrazarme para sentir la calidez del sol en el viento, justo a mitad del día, en las afueras de la pequeña ciudad-suciedad, detrás del bosque... el bosque que decido enfrentar al darme la vuelta sobre mis pies. Escucho los susurros de los árboles y percibo cada hoja que cae sobre la tierra mojada por la lluvia de la madrugada pasada; doy un paso hacia adelante, que hace crujir una flor.

Instantáneamente, levanto mi pie, lo ubico detrás y me dejo caer de espaldas al vacío.

Comienzo a sentir la energía que alimenta este paraíso rodeándome con toda su intensidad. Mi larga cabellera negra se suelta se suelta y se mezcla con las partículas del aire, y respiro; mis pulsaciones se acobardan y ahora sólo escucho la luz que me atraviesa, y grito.
Grito desprendiéndome de todo miedo, grito despidiéndome del amor.

Caigo al agua.
Y el colchón de burbujas que me acuna se convierte en mi cielo eterno.




Luego de flotar a la deriva, dejándome llevar por la corriente un tiempo indeterminado -de vida o muerte-, abro los ojos.
El calor interno, ahora con su potencia evolucionada por la luz que me había atravesado, comienza a expandirse por todo mi ser; se hace fuego, me hace de fuego. Y con el impulso de mis nuevas alas me despido de las profundidades como un ave libre en el espacio.

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